Si nunca has estudiado francés y eres de Ciudad Real, tienes un problemilla de pronunciación y un problemón para hacerte entender en Francia. Por ejemplo, te aprendes lo básico para pedir un café educadamente («Bon yur, si vuplé, un cafe olé») y el camarero te contesta directamente en inglés, a ver si hay mas suerte. Menos mal. Y con la suerte de que tu compañero de viaje lleva muchos tours y lo chapurrea decentemente.
El idioma no importa si lo primero que ves al llegar a La Rochelle es una enorme noria blanca, el sueño de tu niñez. Volar, cielo, horizonte, sin barreras, mar…. Era el vaticinio de que La Rochelle me iba encantar.
Un puerto con sus barcos de todos los tamaños, su muralla, con su faro, su torre inclinada (Tour Saint- Nicolas), su empedrado, sus puestos, sus cafés, sus helados… con todo lo que hay que tener para que te parezca un lugar donde podrías vivir, sin salir de allí.
Aunque la historia cuenta que salieron comerciantes, aventureros, dicen que incluso piratas que llegaron a Canada, México y hasta para descubrir las Islas Canarias de fueron y eso que crees que ya estaban descubiertas por nosotros mismos… y volvieron e hicieron un puerto floreciente.
Vamos, volvió hasta el primer francés, René Caillié, que viajó a Tombuctú y volvió vivo. Lo normal, volver a tu ciudad si lo que te espera son casas de aire marinero, de colores, de contraventanas de madera, calles y soportales animados y un café con todos los dorados del mundo que para eso es del siglo pasado, Café de la Paix.
Y de allí a Saint-Nazaire, con acantilados, playa, tranquilidad a mansalva para vivir sin enterarte de nada hasta que te elevas por el puente que cruza la desembocadura del Loira y que nos llevará a la Bretaña, que tantas ganas tenemos de visitar.
Mañana os contaremos.