¿4.000 kilómetros en coche? Qué locura, no tenéis edad, no os veo de mochileros, eso no es descansar, eso no es desconectar, vais a discutir, 24 horas juntos, no os va a dar tiempo a ver nada, ¿no te aburre conducir?
Podríamos seguir, porque seguro que nos queda por decir algún mas comentarios o advertencias. Pero da igual. Lo hicimos y ha sido un Tour fantástico, un viaje para no olvidar y… sí, en coche. Y sí, solos. Y sí, más de 4.000 kilómetros en coche.
Viajar de esta manera te da libertad para hacer lo que quieras: parar, desviarte, hablar, descubrir, perderte, cambiar… Son muchos viajes a sitios diferentes y con compañeros diferentes para saber lo que realmente quieres y te gusta. Y nos gusta ver lo que no te enseñan en las guías, hablar con la gente, comer en un bar donde eres el único de fuera, hacer fotos que sólo puedes hacer cuando vas sin prisa, a tu aire y por donde quieres. Es mirar de otra manera.
Nos interesan los rincones de las grandes ciudades, las casas de las pueblos, los rostros de la gente, los diferentes colores de un mismo mar… miradas desde otro lugar. Eso sólo se consigue si vas sin ataduras de horarios, de citas, de itinerarios cerrados y… en coche.
Aquí os dejamos unas cuantas de nuestras miradas. Pero después de más de 4.000 kilómetros a 90 por hora, os aseguro que tenemos en nuestros ojos más de 1.000 recuerdos en miradas fotográficas.
Salimos de las Aguas Termales Vichy en Juvignac para recorrer la última etapa en Francia.
Antes de pasar a España teníamos que hacer dos cosas. La primera, cruzar por un puente-viaducto de dos kilómetros sobre el río Tarn, que descongestiona la ciudad en verano y es paso obligado de parisinos, bretones y normandos que buscan el calor y las aguas del Mediterráneo en la Costa Azul.
Por supuesto, otra obligada visita de nuestro Tour personal antes de abandonar Francia era Collioure.
Siempre pensé que Collioure era un pueblo triste, gris… era más la imagen de los últimos días de Antonio Machado que lo que iba a conocer. En mi imaginación toda la tristeza del poeta que deja su patria, toda la pena de una guerra se me dibujaba en aquel puertecito francés.
Después de pasar el puente, como pasamos todos, viendo el paisaje allá abajo y allá arriba, llegamos a Collioure. En cada curva, según avanzábamos, se nos presentaba a retazos un mar azul luminoso. Y en cuanto llegamos al pueblo, el bullicio,los turistas, las casas de colores y un bonito puerto, dieron al traste con lo preconcebido.
Aquello no era triste, aquello no era feo, era un pueblecito con su encanto, sus calles mas parecidas a una ibiza de hace muchos años o a cualquier puerto del Mediterraneo.
Caminando por sus cuestas quería meterme en la piel del poeta, de su familia, no era lo que estaba viendo, lo mismo que ellos verian, un mes de enero del 39, eso, ya lo hace diferente y si llegas con heridas en el alma ,lo cambia todo.
Aún así mirando los pequeños barcos del puerto, era facil imaginar que aquellos exiliados pensarian en la partida y en volver a España. Parados ante los niños jugando en la playa o sufriendo lo ruidosas que son las gaviotas, se hacía dificil cambiar el rumbo de la visita. A lo que habiamos ido era a ver la tumba de Machado y a homenajearle a nuestra manera.
Aunque ir a un cementerio no entra en muchos planes de visitas turísticas, el de Collioure sí. La gente va, deja su recuerdo, su homenaje a uno de los grandes. Y el cementerio sí que es triste. Y hasta las palabras escritas con piedras, las flores, las banderas, hasta la pulsera que alli había eran tan tristes como pensar que los hombres…. cuánto nos equivocamos y cuánto daño nos hacemos.
Lo último que vio Antonio Machado, fue el cielo de Collioure, nosotros lo último que hemos disfrutado de este tour en tierras francesas 2018, es el recuerdo primordialmente de, un hombre bueno y además del poeta preferido, de noches y años, de versos y alma. Por eso Collioure no es triste, ni lo será ya nunca, porque ya no es el sitio donde se fue, sino dónde dejó todo lo que era y él, era recuerdos de un patio de sevilla… donde nació y eso sí, que fue una suerte.
En Cotlliure
(Joan Manuel Serrat)
Soplaban vientos del sur
y el hombre emprendió viaje.
Su orgullo, un poco de fe
y un regusto amargo fue
su equipaje.
Miró hacia atrás y no vio
más que cadáveres sobre
unos campos sin color.
Su jardín sin una flor
y sus bosques sin un roble.
Y viejo,
y cansado,
a orillas del mar
bebióse sorbo a sorbo su pasado.
Profeta
ni mártir
quiso Antonio ser.
Y un poco de todo lo fue sin querer.
Una gruesa losa gris
vela el sueño del hermano.
La yerba crece a sus pies
y le da sombra un ciprés
en verano.
El jarrón que alguien llenó
de flores artificiales,
unos versos y un clavel
y unas ramas de laurel
son las prendas personales,
del viejo,
y cansado,
que a orillas del mar
bebióse sorbo a sorbo su pasado.
Profeta
ni mártir
quiso Antonio ser.
Y un poco de todo lo fue sin querer.
Después de disfrutar de París, de sus monumentos, sus edificios, de su río Sena y de sus palacios, teníamos que buscar en el camino de regreso a España algún emblemático lugar que inevitablemente estábamos obligados a visitar. Estaba claro que, si íbamos a entrar por la frontera catalana desde la Ciudad de La Luz, no íbamos a subir los Alpes para llegar después a la Costa Azul. Bajamos por lo tanto en busca de los Châteaus de Francia, y esos están en el Valle del Loira y en Blois.
Entre las ciudades de Orleans y Tours, comenzamos a ver palacios, castillos, castillazos y el inmenso Loira que da nombre al valle y a sus castillos, de obligada visita turística si quieres saber de qué manera tan descomunal y exagerada vivía la realeza, sus cortesanos y servidores. Aquello debió de ser de locos.
Blois es una ciudad medieval que, por su perfecta ubicación, a Juana de Arco le sirvió de base de operaciones ante la batalla de Orleans. Las casas que rodean el Château de Blois se levantan desde el río y defienden el palacio que mando construir Luis XII, en el que también los nazis hicieron barbaridades hasta que los americanos liberaron después de intensos bombardeos a los siempre sufridores vasallos de Blois.
Cruzar el Loira por su puente principal es ver Blois e imaginarse a sus nativos y los asedios que sufrieron mientras construían palacios o la Catedral de San Luis que se divisa majestuosa dominando todo el Valle del Loira. Desde allí poco a poco vimos más Châteaus y más ‘petit palacios’. A ambas orillas puedes encontrarte hasta dragones asomándose por las ventanas.
En cualquier recoveco del inmenso río puede sorprenderte un palacio o Castillo antes, dentro o después de gigantescos bosques que en aquellos siglos servían para que la corte no pasasen frío con su madera o no les faltase comida con la fauna que aún pude verse entre los árboles, por ejemplo, de Chambord.
Como dice la guía turística más importante, el Château du Chambord, compensa la visita por El Valle del Loira. Y, es verdad, porque es exageradamente impresionante; renacentista, mezclando formas tradicionales de la Edad Media con estructuras italianas que hace sospechar a los historiadores que Leonardo Da Vinci tuvo mucho que ver en su diseño. Se levantó el palacio porque al rey Francisco I no le gustaban las reformas que había realizado en el de Blois… qué cosas tenían los reyes de Francia, señor, qué cosas.
Tardaron 20 años (1919-1939) en construirlo y al rey, derrotado en una de sus guerras, cuando salió de la prisión en 1925 ya no le gustó vivir allí y se fue cerca de París. Abandonó Chambord y su Château, que ahora es Patrimonio de la humanidad. En cualquier caso, como dice @Una_De_50: “es muy bonito pero es una lata limpiar sus estancias…”
Desde allí y siguiendo el Loira son tantos los Castillos que te abruma tanta nobleza. torreones, patios, jardines, pabellones de caza, cuadras, ermitas, embarcaderos en el Loira para la realeza, cientos de chimeneas para calentar los palacios y retratos, miles de retratos de sus majestades, marqueses, condes y duques que en cada kilómetro del valle te recuerdan con sus carteles que puedes visitar el Château Cheverny, Valençay, Vendôme, Chenonceau, D’Usse o el de Lazenay…. ese, ese el Château de Lazenay fue nuestro palacio, donde dormimos en Bourges.
Otra ciudad medieval rodeada de castillos, palacios y presidida por una exagerada catedral de Saint-Étienne de estilo gótico que deslumbra por sus cinco pórticos de la gloria. Esta catedral es monumento histórico del patrimonio francés y está incluida en el Camino de Santiago.
Erigida en una plaza donde dicen que había un simple lugar de culto romano en la Galia, fue haciéndose más enorme según la iban construyendo porque les parecía que era más pequeña de lo normal. Quizás por eso aparenta y es exagerada con detalles renacentistas que ‘distraen’ su belleza. Hasta darla definitivamente por acabada, transcurrieron tres siglos y aún hoy siguen rematando la faena.
Del Valle del Loira hemos disfrutado de su río y de sus palacios pero especialmente del nuestro donde dormimos como… ¿Reyes? ¿Duques? ¿Condes? ¿Marqueses? Mejor como mochileros, tan agotados de tantos impresionantes Châteaus que caímos rendidos en el nuestro, que desde hoy ya no es de Lazenay sino el Château de la Maleta de Cano.
París, qué intensa ciudad… ¿cuántas veces habré estado en la Ciudad de La Luz? Quizás 10, 15, 25… no lo sé y desde luego no voy a ponerme ahora a contarlas. Lo que sí es cierto es que nunca me había recibido como en este viaje con @Una_de_50. ¡Vaya tormenta de agua, rayos, truenos y granizo! Incluso con un recibimiento tan poco agradable, París es París. Aunque aseguro que esta ha sido la vez que más he disfrutado y seguramente la culpa la tiene mi compañera de viaje.
En París he vivido grandes momentos y también desilusiones, todas por culpa de mi trabajo excepto en esta última ocasión, que por devoción ha sida una visita fantástica. Sencilla y relajadamente fantástica. Nunca antes había podido pasear tan despacio por los Campos Elíseos ni ver los escaparates de la Rue Saint-Honoré. Eso sí, ni en las anteriores 30 ocasiones ni ahora he podido comprar nada de las tiendas de esa calle tan cara en la que desearías ser rico, pero rico de verdad para comprarte una blaisier de 800 euros. Es lo que tiene no ser millonario.
A lo que iba: parece que nada ha cambiado en París desde que estuve por primera vez. Incluso las estrecheces de sus terrazas callejeras donde te enteras más de las conversaciones de la mesa de al lado que de la tuya. Y si a mis vecinos de mesa les sucede lo mismo, se habrán enterado de casi todas mis anécdotas parisinas que he ido narrando sentado con Toni en el Café de la Ópera.
‘Gané’ el Tour por primera vez con Pedro Delgado. Fue maravilloso ver a los franceses morirse de envidia cuando volvieron a escuchar las notas del himno español. ¡Qué emoción! Después un vacío. Luego vino el reinado de Miguel Indurain: cinco vueltas seguidas a los Campos Elíseos y yo con el micrófono inalámbrico entrevistándole, casi ahogándome, porque él iba en bicicleta y yo corriendo a su lado.
En Paris he sido dos veces campeón de la Champions y otra de la Recopa. Nayim dejó al Arsenal con un palmo de narices gracias a aquel gol desde el medio campo, y a mí casi con el tobillo roto, al saltar desde la grada al césped del Parque de los Príncipes para entrevistar a Esnáider y compañía. Aquella noche en una taberna parisina casi no cenamos porque no sabían lo que era una ‘tortilla francesa’. Tiene narices la cosa, la inventan los monjes de Le Mont Saint-Michel y el chef de aquella taberna no lo sabía.
En Saint-Denis perdí con el Valencia pero gané con el Madrid una Champions y además de disfrutar de mi trabajo pude entrevistar a un ‘niño que andaba corriendo por el césped con la copa en la mano como si fuera un jugador más. Era Sergio García, el golfista, que se lo pasó genial, tanto o más que yo hasta que los sheriffs de la UEFA me bajaron del podio de los ganadores y me arrebataron ‘la orejona’ de mis manos. Y en ese mismo estadio con el Barcelona gané mi segunda Champions parisina; con Belletti, autor del gol de la victoria bajo el diluvio, arrodillándose frente a mí. Qué bonito fue.
París también fue testigo de uno de mis mayores errores profesionales, con la monarquía de por medio. En una de las fiestas por algún Tour de Indurain en la embajada de España estaba la entonces infanta Cristina de Borbón, a la que la pregunte si estaba en París por algún concurso hípico. Me miró de arriba abajo antes de responderme, cosa que hizo mientras comenzaba a darme su espalda: “No. Esa será mi hermana, yo navego”. Imagínense la cara que se me quedó. Y cara, cara debió de ser la cena que Mario Conde, entonces presidente de Banesto, dio a su equipo ciclista como homenaje en uno de los palacios de París. Aquel año Indurain había ganado el Giro y el Tour y don Mario tiró la casa por la ventana. Nos cenamos todo lo que La Dorada se había traído de España.
En París he vivido momentos inolvidables pero sin duda esta estancia será la de mejor recuerdo porque todo ha sido más pausado, sin las prisas por la noticia o los nervios por no tener al protagonista. En esta ocasión los protagonistas éramos nosotros. La noticia estaba en disfrutar del momento, de nuestros instantes de felicidad a la mitad de ‘nuestro Tour’. Y, pese a la tranquilidad, le hemos dado a la zapatilla para recorrer cada rincón de París. Hasta 22 kilómetros por los bulevares y ‘rues’ hemos andado en unas 35 horas de estancia, sin contar las millas de navegación por el Sena.
París sigue siendo París y su encanto se agranda cada vez que la vuelves, aunque hayas visto más de 30 veces el Arco del Triunfo o la Torre Eiffel. Cuando regresmos, porque así será, gritaremos de nuevo con admiración: “¡Oh la la, París!”
¿Qué voy a decir? Si se han escrito miles de guías, de canciones, poemas, películas, novelas…
Se ha dicho todo en general. Lo que cada uno piensa o siente es ya otra cosa, pero yo no soy ni original, ni diferente, con lo cual: ¿qué digo de Paris? Lo obvio:
Que me sigue sorprendiendo la Torre Eiffel cuando asoma desde la esquina de Trocadero. La vuelvo a ver como la primera vez.
Que me encanta el bullicio del barrio latino y sentarme a cenar en una de sus terrazas y ver pasar a la gente, mientras me quemo con la fondue de roquefort.
Que me siento insignificante dentro el Sacré-Cœur y pequeña en Notre Dame.
Que reencontrarme con la Monalisa me produce el mismo latigazo de emoción que cuando se me plantó delante y la vi chiquita, brillante y luminosa.
Que pasear por Pigalle me abre la mente, aunque no quiera mirar tanto sexshop junto y que el cartel del Moulin Rouge me siga pareciendo pequeño y cutre.
Que el Sena me gusta con sus barcos y sobretodo con sus puentes… que como me gustan los puentes, me puedo hartar.
Que Versalles fue y será una exageración.
Que el metro sigue viejo y desde la ultima vez que vine tampoco lo han limpiado.
Que tomarme un ‘caffe gelato’ delante del edificio de la Ópera es un lujo en todos loa sentidos. Y que si hablamos de lujo, pasearme por Galerias Lafayette me encanta aunque no me compre nada porque colocarme debajo de esa cúpula de mil colores me basta.
Que me gusta lo mismo el Obelisco, el Arco del Triunfo que los carruseles y las norias parisinas.
Siempre hay un ‘día D’. En cada vida hay un momento, o incluso varios, que cambian tu destino. En Normandía, el 6 de junio de 1944, fue un ‘día D’ para todos. Empezaba la liberación de Francia de los nazis. En agosto llegaría la libertad a Paris. Y luego la de casi todos. Operación Overlord.
Un viaje largo y duro. Vidas perdidas y territorios ganados. Nuestro Tour tenía que recorrer esa etapa. Con la tranquilidad de unas vacaciones pero con el ojo puesto en la historia . Para que no se repita.
Llegamos a Normandia con nubes, un dia gris como pensamos que fue aquel. Antes de bajar a la playa vamos recibiendo la bienvenida de muchas banderas americanas y francesas en las casas típicas normandas que nos conducen al Museo Overlord. En la explanada, símbolos del ‘dia D’: carros de combate, niños subiéndose a los tanques, gente haciendo fotos… qué suerte que los tanques solo sirvan para hacerse fotos.
Muy cerca de allí un gran cementerio americano con miles de cruces blancas y estrellas de David. Desde allí por primera vez vemos la playa, desde lo alto, desde el acantilado. En lo alto un mapa eterno en el que explican quienes, cuándo y por dónde desembarcaron en la inmensa playa de Omaha. Mar y silencio. Sí, porque aunque hay turistas casi nadie habla o lo hace muy bajo. Parece que pesa lo que sucedió. Errores y horrores humanos. A su contra, la valentía, la juventud, las ganas de ayudar de cada uno que pisó aquella playa nos hace mirar con fuerza la linea del horizonte. Azul con azul. Tierra. Mar. Cielo. Y vida.
Bajamos a la playa porque habia que bañarse en esas aguas . Tendriamos que hacer nuestro propio ¡desembarco! Y… nos mojamos los pies solamente porque aunque te invada el patriotismo de la busqueda de la libertad, somos más del Mediterraneo y estaba el agua helada y empezaba a llover. La valentía es para otros momentos.
Así pues, carretera y mochila hacia París. Según íbamos acercándonos, se fue despejando el cielo: más luz, más calor, todo iba más rápido por la autopista, aunque con tanto peaje se frene un poco y parecía todo el mundo mas contento. Y es que llegábamos a la capital. Llegábamos con el Tour de Francia y como si fuéramos Indurain entraríamos por el Arco del Triunfo, con la misma fuerza.
¿Se sentirían así hace 74 años? ¿Felices pero con miedo? ¿Se darían cuenta lo que estaban haciendo por la liberté, égalité, fraternité? Llegaron a Paris. Nosotros también.
Si te gustan las películas de princesas prometidas, de anillos y sus señores dueños o de piratas, tienes que venir al Mont Saint-Michel y a la ciudad de Saint-Malo. Entre la Normandía del desembarco y la Bretaña costera de levantan estas dos maravillas dignas de ser visitadas.
Desde Rennes y antes de ‘piratear’ en Saint-Malo nos acercamos a la abadía más impresionante que jamás hemos visto, y ya son unas cuantas. Según te acercas a ese monte de San Miguel esperas al grandioso pero nunca lo que te sorprende a kilómetros de distancia entre maizales. Sencillamente alucinante. Te asusta pensar quiénes y por qué construyeron tan maravillosa obra. ¿Qué pretendían aquellos monjes cuando se las ingeniaron para recogerse a la meditación en este lugar?
No creo que aquellos monjes que homenajearon al arcángel San Miguel lo hicieran pensando que actualmente el lugar es uno de los más visitados de Francia, con más de tres millones de visitantes cada año. En medio de la nada, en medio del mar y en la desembocadura del río Couesnon, aparece la casa que bien pudiera ser el palacio de ‘La princesa prometida’ y la montaña donde escondieron el anillo de aquel señor tan extraño.
Le Mont Saint-Michel, patrimonio de la humanidad, me sorprendió cuando lo vi por primera vez en un Tour, hace ya al menos 30 años. Ahora con @Una_de_50 me ha gustado aún más porque ella, además de sentirse impresionada, se ha imaginado una noche de tormenta en la abadía y se ha asustado. Yo también me he visto incompetente para salvar a la princesa prometida y tampoco capaz de convertirme en Íñigo Montoya y vengar la muerte de mi padre. Da terror imaginártelo hace siglos y en una noche de truenos, relámpagos y centellas. Pero en estos tiempos deberíais montaros un viaje de aventuras para ver la magnitud de Le Mont Saint-Michel. Y después de salvar al mundo, deberíais ir a por los ‘piratas’ que intentar saltar las murallas de Saint-Malo.
Siempre que me hablan de algún viaje a Francia les recomiendo este amurallado fortín de la Bretaña, quizás porque yo fui y sigo siendo un poco pirata. A la princesa prometida que rescaté de la abadía la terminé de agasajar en el intramuros de Saint-Malo. Los nativos de lo que fue una isla y después Tierra ganada al mar, hartos de bretones y franceses, buscaron su lema que hice mío la primera vez que crucé una de sus puertas: “Ni francés ni bretón, que soy independiente malvino”.
Cuando recorres su muralla te imaginas las veces que los nativos tuvieron que defenderse de los acosos de salvajes que pretendieron quedarse con su ciudad. Desde la altura de esa muralla cada mirada es una fotografía y te imaginas una escena de corsarios bebiendo calvados e intentando después huir con algún botín robado. Es imposible no sentirte Jack Sparrow en ‘Piratas de Saint-Malo’.
Ver ahora la ciudad de Saint-Malo tan perfectamente conservada te lleva a imaginarte cómo la construyeron… pero no. Saint-Malo también tiene historia moderna y fue fortín nazi tras el desembarco en Normandía. Como los alemanes, bajo el mando del general Von Aulock, no se rendían, los americanos decidieron bombardearla con napalm y devastar la ciudad. Costó dos décadas reconstruirla.
Pero del desembarco de Normandía ya os contaremos otro día. Hoy os diré que Le Mont Saint-Michel y Saint-Malo son dos lugares que, como París, ‘vaut bien une messe’.
Sin haber leído nada sobre Rennes, cuando llegas y paseas por sus calles en cuadrícula diseñadas por Jaques Gabriel -padre del mismisimo Ange-Jacques Gabriel artífice de la Plaza de la Concordia de Paris- o cuando ves los edificios señoriales o las casas del siglo XV, de madera, con voladizos de colores, o cuando ves sus restaurantes o terrazas del centro histórico, o las tiendas… lo primero que te viene a la cabeza es: elegancia. O quizás es porque la restauraron y recuperaron lo mejor de la ciudad hace poco, o porque ves a una pareja que no pueden ser mas guapos y más elegantes y más franceses. El ‘savoir faire’, que dicen.
Por ello, lo mejor de Rennes es ir despacio y mirar, aunque haya obras en la catedral, aunque haga un calor infernal. Rennes es para contagiarse.
En plan contagio estábamos cuando oímos: «¡Anda, que estos son de mi pueblo!» Efectivamente, de Puertollano, provincia de Ciudad Real. Que estamos en todas partes, que estamos de moda. Unas fotos, unas alegrías, unas voces de las nuestras y a seguir paseando para asimilar el ‘savoir’ francés, que el manchego ya lo llevamos puesto.
Lo que tocaba era descubrir qué es el ‘savoir faire’ y lo descubrimos entre Rennes y un pequeño hotel de Saint-Malo, L’Hôtel Particulier Ascott 1890. Se lo recomendaríamos a España entera si nos leyeran. Si alguien dice que los hoteles franceses son malos es porque no han ido a los de cinco estrellas o a este o a otros muchos muy parecidos que me consta que hay por toda Francia.
Una pareja administra el hotel como su casa. Hasta el ultimo detalle ha sido buscado para que sus invitados se sientan bien. Decimos invitados porque tratan con la cortesía de principios del siglo pasado, vamos, como si fueras de veraneo a la casa de tu prima la Duquesa. Desde el caramelo de bienvenida a la amabilidad de quien te recibe; de las cortinas, al yogur del pueblo o al pastel recién hecho, de la arquitectura de la escalera a los suelos de madera o baldosines del siglo XIX todo ha sido escogido con mimo, para gustar, para que te sientas bien. El resultado: elegancia, y el ‘savoir faire’ francés en estado puro. Mira, ya lo hemos descubierto.
Si nunca has estudiado francés y eres de Ciudad Real, tienes un problemilla de pronunciación y un problemón para hacerte entender en Francia. Por ejemplo, te aprendes lo básico para pedir un café educadamente («Bon yur, si vuplé, un cafe olé») y el camarero te contesta directamente en inglés, a ver si hay mas suerte. Menos mal. Y con la suerte de que tu compañero de viaje lleva muchos tours y lo chapurrea decentemente.
El idioma no importa si lo primero que ves al llegar a La Rochelle es una enorme noria blanca, el sueño de tu niñez. Volar, cielo, horizonte, sin barreras, mar…. Era el vaticinio de que La Rochelle me iba encantar.
Un puerto con sus barcos de todos los tamaños, su muralla, con su faro, su torre inclinada (Tour Saint- Nicolas), su empedrado, sus puestos, sus cafés, sus helados… con todo lo que hay que tener para que te parezca un lugar donde podrías vivir, sin salir de allí.
Aunque la historia cuenta que salieron comerciantes, aventureros, dicen que incluso piratas que llegaron a Canada, México y hasta para descubrir las Islas Canarias de fueron y eso que crees que ya estaban descubiertas por nosotros mismos… y volvieron e hicieron un puerto floreciente.
Vamos, volvió hasta el primer francés, René Caillié, que viajó a Tombuctú y volvió vivo. Lo normal, volver a tu ciudad si lo que te espera son casas de aire marinero, de colores, de contraventanas de madera, calles y soportales animados y un café con todos los dorados del mundo que para eso es del siglo pasado, Café de la Paix.
Y de allí a Saint-Nazaire, con acantilados, playa, tranquilidad a mansalva para vivir sin enterarte de nada hasta que te elevas por el puente que cruza la desembocadura del Loira y que nos llevará a la Bretaña, que tantas ganas tenemos de visitar.
Siempre me gustaron los puentes. Lo unen todo. El Puente de Pierre de Burdeos une lo nuevo con lo de siempre: une razas , religiones, el patinador con el sin techo, el turista y el que va rápido a trabajar… y te lleva a entrar por un arco del triunfo, mas pequeño que el de París pero que la misma Leonor de Aquitania cruzaría orgullosa de su poder y el de los suyos después de siglos.
El vino, el de Burdeos, y el puerto, el de Burdeos. Algún inglés dirá que todo lo tienen gracias a ellos y a su rey Enrique II pero eso lo dejamos para la historia. Porque ahora Burdeos, entrando por ese arco, te lleva a una mezcolanza de culturas y tiempos.
La plaza Cuartier es buena muestra de ello. Preside la Basílica Saint-Michel y ese campanario gótico hexagonal del siglo XV de 114 metros que hace pequeño todo lo que esté su lado. En su falda , cafetines franceses e italianos, música española en un bar de pinchos en que te ofrecen hasta gazpacho «andalou » y sentados en los bancos musulmanes tomando la fresca. Todos juntos. Sin problemas. Serán los puentes.
En Burdeos hay que pasear por la ribera del Garona o surcarlo en uno de los barcos que hay en el muelle. No hay que perderse la Plaza de la Bolsa, la del Parlamento, la Plaza Saint-Pierre, la Puerta de Caliheu (paso para el Camino de Santiago), el Museo del Vino y todos los edificios del casco histórico que cuentan en cada piedra los siglos que pasaron. Aunque mi abuela diría que se necesita una mano de pintura o agua y jabón. Una restauración que se hizo en 2003 pero habrá que ampliar para que quede todo niquelado como nuestro Pórtico de la Gloria.
Salimos de Burdeos no por el puente de Pierre, porque es peatonal, sino por su hermano joven que están terminando de acicalar y que nos retrotrae al Madrid de Gallardón, todos buscando el tesoro pero que al final cuando se terminan las obras se encuentra el esplendor de una ciudad.
Camino a La Rochelle nos adentramos en viñas y chateaus… y durante kilómetros el paisaje es una viña, un chateau… cien mil vides, un petit chateau, trescientas mil vides, otro gran chateu… y de todo hay en el mundo de los chateaus: algunos impresionantes y otros más de andar por casa.
Se puede elegir., aunque nos quedamos con los pueblitos rodeados de girasoles, de vides con estampas que solo puedes ver cuando viajas a pie o en coche pero sin prisas. Parando donde puedas brindar con un buen vino de Burdeos.